Si uno pudiera analizar muestras del 20 por ciento más pobre de los argentinos y del 20 por ciento más rico, hallaría diferencias bien visibles. Además de la obvia –la de sus ingresos y todo lo que viene asociado con ellos–, otro contraste evidente sería el del color En Argentina, la jerarquía que da el dinero coincide casi perfectamente con la que da el color de la piel. Existen varios motivos históricos para esta superposición de la clase con la “raza”. Uno, no menor, es que las elites que en el siglo XIX organizaron el país tomaron decisiones económicas y políticas que terminaron beneficiando más a los inmigrantes europeos que ellas mismas convocaron, que a los nativos de este suelo. Mientras se exterminaba a los indios y se empobrecía a las zonas del interior, que tenían mayor presencia de mestizos, la región pampeana encontró el camino a una gran prosperidad. Allí y, en general, en la mayoría de las zonas urbanizadas, los europeos recién llegados y sus descendientes terminaron aprovechando las mejores oportunidades. El proyecto de la elite también estuvo acompañado de una poderosa ideología que se impartió desde la escuela y por todos los medios disponibles. Desde tiempos de Sarmiento, todo lo criollo, lo indígena y lo “negro” pasó a considerarse un signo de “barbarie”, un obstáculo en el camino a la “civilización”. Con el tiempo esta dicotomía se volvió sentido común en la Argentina, que aprendió a pensarse como un país blanco y “europeo”. “Los argentinos descendemos de los barcos”, dice el refrán, a pesar de que la mayoría de la población actual del país lleva sangre no europea en las venas. El ocultamiento de la “negritud” bajo el mito de la Argentina blanca fue y sigue siendo una forma de racismo implícito. Pero toda vez que “los negros” se hicieron notar en la historia nacional, el racismo se manifestó de manera más explícita. De ellos se acordó la cultura dominante cuando deploró las montoneras que secundaban a los caudillos o los “cabecitas negra” que apoyaban al peronismo. Los prejuicios raciales todavía contribuyen a reforzar el sesgo racial en la desigualdad social que heredamos del siglo XIX. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede en otros países, de esto en la Argentina no se habla; se trata de un tabú, porque se supone que aquí “no hay racismo”.
El reciente conflicto entre los empresarios rurales y el Gobierno hizo visible la “cuestión racial” como nunca. Los medios repitieron hasta el hartazgo las manifestaciones de odio a la Argentina “blanca” y rica de Luis D’Elía y la trompada que le propinó a un cacerolero. Universalmente se cuestionó a D’Elía como “autoritario” y “violento”. El escenario político quedó simbólicamente dividido entre, por un lado, un gobierno peronista apoyado por (o manipulando a) negros pobres, y por el otro, lo que los movileros de la TV llamaron sencillamente “la gente”. Pocos se hicieron eco de la explicación de D’Elía: que quien se ganó el golpe ese día venía gritándole “negro de mierda”. De hecho, la catarata de desprecio a “los negros” por parte de los que salieron a cacerolear por el campo fue tan intensa, que varios diarios lo consignaron en sus reportes. Los propios prejuicios raciales que expresaron algunos movileros se hicieron tan notables, que motivaron una inédita resolución de protesta del consejo directivo de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
Aunque sigamos negándonos a reconocerlo, la sociedad argentina está dividida según líneas de clase y de color de piel que existen desde hace mucho tiempo. El racismo contra lo nativo, lo criollo y lo negro está allí desde que la elite hizo de él su bandera “civilizatoria”. Desde entonces se utiliza el odio racista para desacreditar toda participación de las clases populares en la vida política. Aunque hoy nadie lo recuerda, también a Yrigoyen se acusó de ser caudillo de “los negritos”, mucho antes de los estereotipos del peronismo como “cosa de negros”. Mal que les pese a quienes golpearon cacerolas estos días –y también a los productores rurales que se autodenominaban “los gringos” como para distinguirse de los otros piqueteros, los “negros”–, la democracia no es una mera forma de gobierno, sino el gobierno efectivo del pueblo. Y en Argentina el pueblo no se compone sólo de personas con medios económicos, “cultura” y un color aceptable a ojos de los más blancos. Se piense lo que se piense de este gobierno o de las costumbres de D’Elía, resulta demasiado hipócrita mirar el autoritarismo y la violencia de unos, sin advertir que están conectados por hilos invisibles con el racismo, el odio a los pobres y el carácter profundamente antidemocrático de muchos argentinos (incluyendo a los que se imaginan que son tolerantes, educados y democráticos). Llegando ya al Bicentenario, se impone hacer un debate sincero sobre la desigualdad y sobre la relación entre lo “gringo” y lo “negro” en nuestra historia y en nuestro presente.
* Historiador, profesor de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), investigador del Conicet.
A los argentinos nos ha gustado creer que somos «los carapálidas de América Latina». Y si uno recorre el microcentro porteño, hasta podría pensar que es una gran verdad. Pero basta desplazarse por el país, y ni siquiera demasiado lejos de la Ciudad Autónoma, para advertir que ésa ha sido una de las tantas mentiras que conformaron un imaginario social que apuntaba a borrar los pueblos y las culturas originarias, o cualquier otra que no fuera la dominante, porque no nos engañemos, ésto no es sólo con los nativos, aunque hayan sido los más perjudicados porque padecieron primero el exterminio y luego la marginación y la discriminación.
Es basta viajar un poco, decía, a algún otro destino que no sea Mar del Plata o Bariloche para darse cuenta de que los rasgos de la población no responden totalmente al tipo «carapálida». Es más, tanto en Mar del Plata como en Bariloche tambíén es dable encontrarlos realizando las tareas de servicio.
En Neuquén, lugar en el que nací y vivo, se calcula que el aporte mapuche cubre aproximadamente un cuarenta por ciento de la etnia regional. Pero esto no es porque el cuarenta por ciento de la población viva en las comunidades mapuche, y el otro sesenta por ciento en las ciudades, como vulgarmente se piensa cuando uno da estas cifras. No.
El cuarenta por ciento está mezclado con el sesenta por ciento restante, y todos conformamos una sola etnia que está en las casas y en las calles, en las escuelas, en los bancos, en las instituciones oficiales, en el comercio, en el arte … etc. Aunque a muchos no les guste o no sean capaces de reconocerlo, ya no podemos hablar de «ellos» y «nosotros». Nos mezclamos.
Aunque es verdad que «los morochos», como ahora se les dice para no quedar uno tan rústico o violento diciendo «los negros», generalmente ocupan los lugares menos favorecidos de la pirámide social y los más blanquitos generalmente van a parar más arriba, estamos mezclados. Y el racismo del que habla Adamovsky existe, aunque muchas damas pongan caras de horror cuando se lo nombre y muchos caballeros frunzan el ceño poniendo cara de incredulidad, ante ese concepto.
En la educación, nos desgarramos las vestiduras hablando de diversidad, y para nutrirnos del concepto leermos abundante bibliografía europea. Pero falta andar mucho camino aún para que vayamos a alguna comunidad y les preguntemos a los ancianos, más especificamente a las ancianas: «¿Cómo entienden ustedes la educación?» Eso sería diversidad. Y pueden estar seguros de que tendríamos mucho que aprender. Al menos, valdría la pena hacer el intento, habida cuenta de los tumbos por los que va nuestra tarea. Pero para eso, todavía falta mucho. Principalmente, falta bajarse del caballo.
Verdades grandes si las hay!!! en Santa Fe, el Ministerio de Educación sintió como un logro abrir una escuela para indígenas… para que no perdieran sus costumbres, para «integrarlos» socialmente… integrarlos poniendo una escuela sólo para ellos??? No me parece integración sino disgregación, no obstante, al menos les dieron esa oportunidad.
Desciendo de indígenas y mis rasgos hablan claramente de ello, y a veces me siento negrita no sólo por mi piel sino por ser del interior y por no tener el cabellito rubio y los ojitos azules tan bien vistos por todo el mundo.. ese es el aprendizaje: renegar de lo propio, y tal vez sea un mandato… pero creo que ese mandato se repite incansablemente… Cuando llegué a España, me llamó tanto la atención el valor de lo propio, que algunos juzgan llamando a los españoles «nuevos ricos»… (en Argentina también hay nuevos ricos aunque nos hagamos los distraídos) y me pareció algo extraño que no se festejen las fechas patrias como en nuestro país… pero no se pierdan los hábitos y costumbres venidos de añosy años y años, y que los niños celebran porque lo llevan en la sangre. Creo que el peor pecado de descender de los barcos, es olvidar que los barcos no llegaron a la Nada, sino a un país que ya tenía vida… una vida que se fue destruyendo sistemáticamente. Y los resultados son esa confusión que hacen al ser argentino, que se siente ciudadano de cualquier país.. menos del propio. Mea Culpa. Un abrazo Negrita (con todo el respeto que le doy a ese apelativo nada despectivo.. y.. sabés como me dicen varios amigos de aquí? «India».. y me encanta!)
Hola, querria por favor el mail del profesor Adamovsky para consultarle sobre bibliografia. Soy docente de historia en Tucuman. Muhca gracias
Hola, querria por favor el mail del profesor Adamovsky para consultarle sobre bibliografia. Soy docente de historia en Tucuman. Muchas gracias
Hola Daniel, lamentablemente no tengo yo el correo de Ezequiel Adamovsky. Por lo que he podido ver en la web, escribe, entre muchos otros, para Página 12; ha sido entrevistado por Claudio Martyniuk (cmartyniuk@clarin.com) de Clarín, además de su trabajo en el CONICET. Quizás puedas conseguir su correo en alguna de esas direcciones. Te deseo suerte, y muchas gracias por pasar por mi rincón. Saludos, Sara
Hola nuevamente, Daniel. Aquí encontré el correo de otra revista en la que publica este autor. Saludos, desde Neuquén. Sara
revistanuevotopo@yahoo.com.ar