Irma Cuña
NEUQUINA, de Irma Cuña
NEUQUINA es el libro que figura en primer lugar entre toda la frondosa obra Iírica y ensayística de la neuquina Irma Cuña. Todos los datos de que dispongo señalan 1956 el año de publicación de ese su primer libro, en editorial Pampa-Mar de Bahía Blanca, Provincia de Buenos Aires, Argentina. Sin embargo, hay más que claras evidencias de su temprana orientación hacia la palabra escrita, incluyendo algunos poemas que se conservan. Por este motivo es que en este trabajo y atento a la periodización que hemos propuesto, ubicamos a Irma con los escritores del período territoriano. Bien sabemos que su obra tiene significativas variantes en tanto corresponden a diferentes épocas de su vida, pero no es el objetivo de este trabajo incursionar en ese complejo análisis: únicamente se condierará su obra en cuanto a la relación que guarda con el espacio geográfico.
Nadie como Irma pudo describir el espacio geográfico en el que le tocó nacer. Ella no solo nació en la Provincia del Neuquén sino también en su ciudad capital, Neuquén, arrinconada en el Departamento Confluencia, rodeada de dos ríos que alteraban el paisaje del desierto patagónico. Con un lenguaje de aparente sencillez y parquedad en recursos líricos recorre este rincón de la árida meseta. A diferencia de otros poetas que escribieron en este espacio, ella no toma la hermosura del paisaje cordillerano para desarrollar sus poesías; en su verso florece el cactus, sopla el viento, viven las bardas y los arenales, se invisibilizan los habitantes originarios, trabajan los inmigrantes, crecen los álamos y florecen las chacras que riegan los ríos. El paisaje de Irma es valletano, árido, trabajado por la mano del hombre, en la Patagonia Norte.
Ahora bien, ¿cómo presenta Irma este espacio geográfico? No ha sido sencilla la lectura ni la reflexión posterior. Se ha tomado apenas un corpus mínimo de los poemas que componen NEUQUINA, como una introducción a un tema que necesita ser desarrollado con mayor amplitud. En este corpus Irma toma, muy concretamente, elementos del paisaje que hasta podrían considerarse insignificantes para una obra lírica. Pero es en la relación entre todos esos elementos y el yo lírico, donde la autora va construyendo su estética literaria. Esa poesía filosófica, mística, nace aquí: en los universos más elementales del paisaje geográfico.

Bardas
A ti, perfil irregular del monte
como el perfil de un indio cara al cielo;
a ti, línea febril del horizonte,
dice la nube su inquietud de vuelo.
Mis ojos hondos de azuladas bardas
aman el trazo de tu frente grave,
tu ruda curva de mejillas pardas,
el labio grueso y la garganta de ave.
Línea de transición: azul y plomo,
tierra firme, un lindero y cielo abierto:
eso eres tú, un límite que asomo
sobre mi corazón amplio y despierto.
Trazo largo quebrado y retomado,
lento rasgo de bardas soledosas.
Desde el valle a tus pies aprisionado
amo el lápiz de Dios sobre las cosas.
Bardas, así, con ese nombre tan propio de la región. Parte de la geografía muy presente en toda la Patagonia. Elevaciones de poca altura que pueblan la meseta y que en el Neuquén de Irma rodean los valles regados por el Limay y el Neuquén. El yo poético dialoga con la barda callada y silenciosa a través del apóstrofe lírico. La descripción, poblada de pronombres de segunda persona ( A ti, tu, tú, tus) que encabezan sus características, se da de principio a fin del poema: perfil irregular del monte, línea febril del horizonte, trazo de tu frente grave, línea de transición, trazo quebrado. Dialogando, se muestra la barda a un lector implícito, que seguramente sabrá mirarla; pero la subjetividad es más fuerte y el yo lírico aparece en una clara primera persona:
…….. eso eres tú, un límite que asomo
sobre mi corazón amplio y despierto.
Ahora el paisaje, el espacio geográfico se ha tornado limitante del yo poético. Pero no es solo éste el que sufre el límite:
Desde el valle a tus pies aprisionado
amo el lápiz de Dios sobre las cosas.
También el valle sufre la limitación que pone la barda, igual que el yo lírico. Consustanciación entre el yo poético y el espacio geográfico.
Cactus
Ha crecido en el pulso de la arena
su grisáceo verdor de espina aguda,
y retoña oprimido y valeroso
el colmado silencio de su pulpa.
Su mirada es de sueño eternizado
porque el viento no logra estremecerlo:
se ha aferrado a la tierra como un hijo
sin caricias y en medio del desierto.
Yo he escuchado su queja inexpresada
y he admirado el vigor de sus raíces.
No es hermoso, ni grato, ni amigable;
sólo espera de Dios y a Dios recibe.
Pero en esas mañanas de las bardas
en que el sol se recrea entre las piedras,
ha estallado su flor de seda roja
en la espina durísima y reseca.
Y entre tanto oleaje indiferente
de arenales dormidos y caldeados,
esa flor lucidísima y despierta
es un ansia potente hacia lo alto.
El cactus, como la jarilla, como el alpataco, la zampa, y tantas otras especies vegetales, pueblan las bardas, las mesetas y en general, el paisaje patagónico. No pasó desapercibido para Irma, y le dedica una poesía de metáforas audaces y significativas adjetivaciones. Más que una descripción, hay una caracterización de esa especie, a la que se muestra con un alto grado de estoicismo:
"Ha crecido en el pulso de la arena", por dios, qué hermosa suena allí la palabra "pulso" personificando a la omnipresente arena patagónica.
"retoña oprimido y valeroso", así es el estoico cactus, que crece en la sequía casi absoluta
"el colmado silencio de su pulpa", ahora la personificación alcanza al cactus, pero solo a su pulpa; es un hijo de la tierra solo y sin caricias.
"Yo he escuchado su queja inexpresada" ... Ahí arranca el yo lírico que también dialoga con el callado y silencioso cactus. Puede escuchar su queja y solidarzarse con su firmeza y resignación, pero por sobre todo eso, puede ver el fruto de ese paciente y tolerante vegetal como una promesa de mística elevación:
"esa flor lucidísima y despierta
es un ansia potente hacia lo alto"
La duna

La duna era una ola adormecida:
una ola de arena blanda y fina.
Caímos en su almohada de rodillas
y jugamos pasar allí la vida.
D e rodillas, filtrando entre los dedos
la arena rosa, parda y amarilla,
ocultando en su fuga los pies lentos,
construyendo montañas y colinas.
¡Qué tibia su caricia soleada
por los soles ardientes de cien días!
¡Qué dulce el ahondar de la pisada
que cava los hoyuelos de su risa!
L a duna es el recuadro de mi valle:
mil olas no hace mucho removidas
por el viento monótono y salvaje.
La duna es el paisaje de mí misma.
En La duna, el yo lírico comparte el protagonismo con otros: “caímos en su almohada de rodillas /jugamos … ”. El plural extiende su descripción, se pinta un paisaje en el que interactúan niños o jóvenes, pero el poema finaliza con una cláusula muy clara y sentenciosa:
"La duna es el paisaje de mí misma"
El viento

El viento de mi valle
remueve los momentos;
su pardo torbellino
girando por el pueblo
reseca la garganta,
azota los cabellos,
y ciega y enmudece
los labios pasajeros.
¡Oh viento, viento largo! –
Sacúdeme por dentro;
dispersa mis antiguas
memorias y recuerdos;
arrastra los temores
porfiados como el tiempo
y deja entre mis manos
la calma del desierto.
¡Oh viento, viento mío!
–Sentirse como el eco
de todas las palabras
que nunca se dijeron;
saberse como el ansia
de llama de los leños,
oh viento, es más oscuro
que tu furor reseco;
oh viento, es más terrible
que abandonar el sueño.
El viento de mi valle,
monótono y eterno,
alisa entre sus palmas
los rostros del silencio.
¡Volverse como duna
rosada entre sus dedos,
y estarse, sin paciencia,
mirando y comprendiendo!
¡Oh viento, yo quisiera
latir desde tu aliento!
En EL VIENTO, la poeta sigue con su secuencia compositiva: describe y dialoga. Pero en este caso el diálogo constituye una apelación, un reclamo de inusitada fuerza, con un continuo vocativo encabezando las estrofas. El viento es una fuerza que sacude, arrastra, estremece al yo lírico y la lleva hacia los lugares más recónditos de sí misma, hasta volverse como duna, (¿volver a la infancia, a la juventud, a la inocencia?) e ingresar al plano místico: «yo quisiera / latir desde tu aliento» El yo lírico quiere transformarse en viento; lo reconoce como un ser superior, que le puede traer una paz que tanto necesita: dispersa mis memorias y recuerdos, arrastra los temores, y deja entre mis manos la calma.
Un capítulo aparte merece la tercera estrofa, en la que el yo lírico aborda de lleno el protagonismo de la palabra y la labor del poeta: “sentirse como el eco de todas las palabras que nunca se dijeron”, trabaja sobre lo no dicho, lo que falta decir, lo que jamás se abordó en la poesía pero tiene que ser expresado; “saberse como el ansia de llama de los leños”, ella tiene esas palabras, las sabe, las conoce, y el fuego sagrado le manda decirlas; “es más oscuro que tu furor reseco”, ese fuego, lejos de alumbrar y dar calidez a su vida, la oscurece por la imposibilidad de expresar libremente y así cumplir la misión; “es más terrible que abandonar el sueño”, el sueño de todo poeta es, o debería ser, atendiendo al fuego sagrado de la palabra, erguirse como la voz de los sin voz, la palabra de los silenciados. Pero el viento entiende, comprende la limitación de quien habla, consuela a los silenciados con sus caricias, y le da –a ese yo- la serenidad, la paz que necesita para seguir viviendo y para seguir escribiendo, aún en medio de esas limitaciones que reconoce.
Finalmente: NEUQUINA
Nací en Neuquén, oasis del desierto.
Inmenso reino del potente viento,
millonario de arenas y de piedras,
Arauco triste de gente nueva:
tengo el alma aborigen y labriega.
Nací en Neuquén, nostálgico del indio
para quien fue «el audaz y el atrevido»;
el extranjero lo pobló de arados,
de frutales, de viñas y de álamos,
pero él siguió soñando con las tribus.
Nací en Neuquén y por las noches hondas,
cuando todo se acalla, mi alma loca
trepa las bardas, atraviesa el río,
y tras la Cruz del Sur halla el camino
que conduce al secreto primitivo.
Y cuando lejos parta no habrá olvido
para mi valle, mi arenal, mis ríos,
ni el salvaje furor del viento terco:
nací en Neuquén, sonrisa del desierto
y en él quiero dormir el largo sueño.
No muchos escritores del período territoriano, –y mucho menos si consideramos a los que pudieron editar- podrían comenzar un poema como lo hizo Irma: “Nací en Neuquén”. Poco a poco, va desarrollando en qué Neuquén nació, el “oasis del desierto” se acerca a la confluencia de los ríos, elemento geográfico que da nombre al partido.
El viento, siempre el viento; no solo en Irma, sino en toda la literatura patagónica. Un viento que jamás es una corriente de aire que podría pasar desapercibida, es potente y se personifica en un monarca de un reino árido, millonario de arenas y de piedras.
Pero NEUQUINA, por sobre todo lo demás, es un poema autobiográfico y fundante. “Arauco triste de gente nueva”, el lugar se ha llenado de gente nueva – migrantes internos e inmigrantes, entre los que se contaban los padres de la autora. Y toda esa gente nueva ha dejado al Arauco sumido en la tristeza, una tristeza que generó la muerte, el exterminio, la aculturación, el desplazamiento; pero el yo lírico no, porque nació en Neuquén, y por eso ha bebido del agua de dos ríos, los ríos originarios y primigenios y los ríos que trajeron sus aguas del otro lado del mar, y también por eso tiene el alma aborigen y labriega. La gente nueva empuñó el arado y sembró lo que nunca antes se había cultivado en el lugar, pero el indio, el aborigen, el habitante autóctono quedó inmerso en la nostalgia y en el recuerdo del significado que dejó huellas en el topónimo, y siguió soñando con las tribus.
NEUQUINA es un poema –y un libro- autobiográfico porque muy tempranamente, Irma Cuña diseñó en él lo que sería su vida, su obra y su muerte: “cuando todo se calla, mi alma loca atraviesa el río y tras la Cruz del Sur halla el camino”. La poeta emigraría, su alma loca la llevaría muy lejos del reino del viento, al que no podría olvidar y al que volvería para morir.
NEUQUINA es un poema – y un libro- fundante, porque en él se delinea toda la obra de Irma Cuña. Esa obra mística, profunda, que desde su propio yo lírico incursiona en los abismos del alma humana, abismos hundidos en su propia subjetividad pero que desde allí se permiten mirar, observar, referir y evaluar rigurosamente todo su entorno. Para ello, ha tomado el academicismo y la metodología de su alma labriega pero también la filosofía y la cosmovisión de su alma aborigen.
El tratamiento que hace Irma Cuña del paisaje geográfico en NEUQUINA nos muestra un yo lírico totalmente consustanciado con su entorno. La poeta ES paisaje. El ser humano ES paisaje, ES Tierra. El planteo de la relación entre el hombre y el medio fue uno de los pilares del romanticismo. Pero paradójicamente en la romántica dicotomía civilización y barbarie, al habitante originario le fue adjudicada la barbarie, sin que se pudiera advertir que si había alguien que guardara una relación total entre su esencia y el medio era precisamente él.
Irma Cuña ve el paisaje geográfico en el HOLOS , que une el todo con cada una de las partes, es el todo lo que permite comprender cada una de las partes y no a la inversa; partes que se encuentran ligadas en interacciones constantes. Desde esa mirada construye su cosmovisión poética y la nutre y alimenta a lo largo de toda su vida y su obra. Para la visión del mundo de los pueblos originarios de Neuquén, TODOS los elementos de la naturaleza son indispensables e igualmente importantes; no es el sol más necesario que la luna ni el agua más importante que la piedra. Todos somos sol, luna, agua, piedra, y todo lo que nos rodea. Y esa condición es la que plasma muy tempranamente en su poesía esta increíblemente magistral poeta neuquina.
Hemos dicho que los escritores del período territoriano se han caracterizado por la denuncia que supieron plasmar en sus obras literarias. En el caso de Cuña, esta denuncia es extremadamente sutil y profundamente abarcativa. El remanido concepto de “conquista del desierto” no podría apoyarse en el “Arauco triste” de Neuquina. No se podría analizar el alma aborigen y labriega de la autora si hubiera nacido en el “desierto” patagónico. Sobran elementos en la poesía para dar cuenta de que esta confluencia era, como dice el escritor Esteban Valentino, un desierto lleno de gente.

Hasta la próxima.
Sara
Miguel Andrés Camino
Miguel Andrés Camino ha sido nombrado por muchos autores “el poeta de San Martín de los Andes”. Sobre él se puede encontrar información biográfica en la web que ahora me permite omitir datos que harían crecer demasiado el ensayo. Su verso sigue los lineamientos estéticos que marcaran el romanticismo –el color local, la subjetividad, la relación con el paisaje- y el modernismo –el exotismo, pedrería, los dorados, el clasicismo, etc-, como ocurre con la mayoría de los escritores de esta época, que seguramente habían leído a los autores más renombrados que fueran creadores y cultivaran esas líneas. Aporta, además, todos los elementos del sincretismo cultural que diera lugar al movimiento que se dio en llamar el barroco americano.
Como todos los escritores que llegaron a la región cordillerana de Neuquén y también los que nacieron aquí, los que nacimos aquí, Camino se muestra maravillado, conmovido por su paisaje, y hay que decir sin temor a equivocarse, que no es para menos.
En un apartado que titula “HOMENAJE” dice así:
A Carlos Guido Spano
De las nieves eternas
este pobre aguilucho
viene a traerte
un gajo de maitén
para agregarlo, en nombre de los Andes,
a la corona inmarcesible y santa
que ciñe tu alba sien.
Acéptalo, poeta, pues son hojas
de nuestro árbol sagrado, del maitén;
que a la luz de la luna, en nuestros bosques,
coseché para ti, devotamente,
con hoz de oro … como un druida
de pie sobre un dolmén.
Enero de 1916
Resulta clara la relación y la comunicación que sostenía este poeta con importantes, reconocidos y afamados escritores de otras geografías, evidencia que se trataba de un lector iniciado, con profundos conocimientos de obras variadas y estéticas vigentes. Se demuestra en esta dedicatoria a Carlos Rufino Pedro Ángel Luis Guido Spano, conocido como Carlos Guido Spano (1827-1918) poeta argentino cultor del romanticismo. A él le rinde homenaje con un gajo del árbol sagrado, como un pobre aguilucho que se allana ante la grandeza del anciano poeta.
Otro de sus apartados dice así:
PORTADA
Vamos a penetrar en un recinto …
es un trozo de patria,
hasta hace poco solo recorrido
por los buitres, el puma
y el salvaje;
y que hoy, aunque desierto,
ya agoniza
ante el humano empuje
que, al par que civiliza,
destruye en un segundo la obra de años
y de miles de siglos, con dos armas,
dos símbolos de origen primitivo:
fuego y hacha.
No pidáis a mis versos que den vida
a estos lugares de misterio y calma;
que os baste un plan de escala reducida,
las referencias pálidas que ofrezco,
para que vuestro númen lo agigante.
¿Queda así convenido? Pues, ¡en marcha!
Permitidme que pase yo adelante.
Camino hace un reconocimiento “a estos lugares de misterio y calma” cuando habla del paisaje que lo rodea en esa incipiente ciudad cordillerana que era –y es aún hoy- San Martín de los Andes. Si bien está presente la antigua e instalada dicotomía entre civilización y barbarie de los liberales, sus letras siempre expresan muy claramente, y muy tempranamente agregaría yo, una denuncia de destrucción sistemática a causa del proceso civilizatorio que se generó en el camino de consolidar el Estado Nación en los territorios nacionales.
LA NATURALEZA
Tiene lánguidas auroras que recuerdan
a las pálidas princesas de los cuentos,
adormecidas en cerúleo lecho
con sus cumbres nevadas y ondulantes.
Crepúsculos que son trajes de luces
recamados de oro y de rubíes,
y de lenguas de fuego
que se esfuman después, lánguidamente,
entre el bronceado y un azul verdoso
matiz de perlas y turquesas muertas.
Y el Lácar y la Vega.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . sigue
Todo el exotismo y el color del modernismo en la descripción de la naturaleza empleando esmeradas adjetivaciones como “lánguidas auroras”, comparaciones y metáforas en metales y piedras preciosas, “crepúsculos que son trajes de luces recamados de oro y de rubíes” son solo algunos de los recursos que utiliza el autor para dar cuenta de un paisaje maravilloso, como “de cuento”.
Uno de los poemas más representativo de la consideración que hace Camino de su entorno:
EL PUEBLO
A mi padre
El eterno damero, el colonial rectángulo
ha venido a tender sus fríos ejes
y a empotrar sus estacas,
en un foco de nítidas parábolas,
destruyendo la virgen armonía
de las vegas, los bosques y las nieves,
que en el cristal del lago
y sobre el azul del cielo
limpidísimamente se destacan.
La ambiciosa falange aventurera
al trepar por los riscos y montañas,
dejó grabados en sus mil senderos
los pasos que le impuso la maraña.
Pero en el llano,
prefiriendo a la piedra la madera,
bordeó las rectas calles de la aldea
de tristes chozas y de grises cercos,
donde ya cuelgan y se balancean
las desclavadas y podridas tablas
y las tejuelas de los viejos techos …
Un antiguo cuartel, todo madera,
único resto del poder que fuera
en San Martín el único poder.
Una plaza alfalfar, y un obelisco
de madera también.
Ni templo ni campanas
que anuncien la mañana y la oración,
y cuatro varas donde suave ondea
el paño santo de nuestro pabellón.
¡El pabellón! Lo único que alegra
esta pobre y destruida ranchería,
pues corona una vez a la semana
dos cosas que confortan:
el Correo y la Escuela;
y dos que apenan,
por aquello que son tan necesarias:
el Juzgado de Paz
y la Comisaría.
Camino abandona el lenguaje lucido y brillante del modernismo; no todo es tan bello en este bello lugar. El poeta incursiona en el proceso de urbanización que experimenta esa lejana aldea de montaña, y señala con precisión el estado de abandono y deterioro al que se ve expuesta. Finalmente, describe el paisaje con religiosa admiración, pero eso no le impide hacer una lectura social del mismo. No ignora y no calla los problemas que debe enfrentar la comarca en esas lejanas latitudes.
Y para finalizar:
PASTORAL
¡Mis pobres ovejitas!
¡Mis borreguitos santos!
Los de más rico mando!
Los de vellón más fino!
Esta mañana han muerto,
muchos, oh muchos, tantos
como las gruesas lágrimas
que he vertido por ellos.
. . . . . . . . . . . . . . .
¡Siete días ha que nieva!
¡Siete días de martirio!
Y otros tantos sin comer!
Y bajo la nieve escarcha!
Una costra endurecida,
que mis pobres ovejitas,
que mis borreguitos santos,
para ramonear la hierba
que sus cristales encierran
con sus patitas heladas
quieren en vano romper.
. . . . . . . . . . . . . .
Han amanecido muertos.
muertos de hambre y de frío
sin haber podido darles
para conservarlos vivos,
otra cosa que las lágrimas
que por ellos he vertido.
Aquí, el espacio geográfico de Camino se vuelve protagonista. Esa belleza y hermosura innegable se puede transformar en la plaga que extermina los rebaños en pocos días. Está enamorado de su paisaje, pero eso no obnubila su mente, no le impide ver con claros ojos una realidad que castiga a las personas que viven en esas latitudes. El paisaje es muy bello, sí. Pero no solo se trata de unas vacaciones en las que se puede gozar de todo lo que ofrece. Hay que vivir allí, como lo hacen los crianceros, los puesteros, las familias campesinas que se ven castigadas por el hambre y el frío que impera en la gélida montaña de los Andes ante la impotencia de los pastores.
Es muy satisfactorio encontrar, tan lejos en el tiempo, una lectura social de un elemento geográfico que hace las delicias de las empresas de turismo. Leer los versos de Miguel Andrés Camino nos hace comprender por qué los habitantes de las regiones postergadas del país se trasladan a las villas de las grandes urbes, protagoniando un proceso de urbanización que no siempre les brinda todo lo que soñaran al lanzarse al camino para llegar allí.
Seguimos ya.
Sara Eliana Riquelme
Bibliografía:
Camino, Miguel Andrés (1921): Chacayaleras, Buenos Aires.
Fernán Félix de Amador (1948): San Martín de los Andes, Edit. Denbigh, Buenos Aires
Carlos Mazzanti: La cordillera del viento
“Un poco antes que el camino de Chos Malal a Andacollo alcance su máxima altura, al pie, o mejor dicho, en un portezuelo de la Cordillera del Viento, se encuentra La Primavera, hermoso rincón desde donde el camino continúa ascendiendo hasta el filo de la montaña precursora azotada sin pausa por el viento de las cumbres. En ninguna otra parte como allí se hace más patente la influencia de la grandiosidad de la cordillera sobre el espíritu de los hombres, y el clima.”
Así comienza Carlos Mazzanti su novela La cordillera del viento. Quienes hemos sido bendecidos por la vida y hemos podido recorrer esos lugares, sabemos de la verdad de sus palabras. El viajero sube y sube por el camino aún de tierra, y llega a un punto en que puede darse vuelta y ver las montañas desde arriba. Cualquiera puede imaginar la emoción que se siente allí. Pero aún sin conocer mucho sobre la región, cualquiera puede ver que la vida allí no será fácil ni llevadera.
“Durante este trayecto, no se experimenta ningún deseo de comunicación; pesa el silencio de aquellos gigantes andinos y la soledad de los campos recorridos únicamente por el temblor amarillo de su mínima vegetación, de tal manera, que es lícito creer en la sujeción del alma al inconmovible poder de la naturaleza, y que ésta la obliga a callar y observar, ya que no puede escucharse más que el suave y peculiar silbido del aire cortado por las aristas de las piedras y las agudas briznas del sedoso coirón.”
Los fragmentos transcriptos no pueden ser más claros. La voz del narrador expresa con vehemencia y precisión que el entorno, el espacio geográfico en el que se desarrollará el argumento de la novela es naturaleza, una naturaleza poderosa, influyente, formadora del carácter y la personalidad de quienes allí transcurren su vida.
Juan e Ignacio son dos hermanos, buscadores de oro, un oficio que supo convocar –en la realidad de la historia del norte neuquino- a muchos esperanzados en hacer fortuna colando las aguas arenosas de los gélidos ríos. Las descripciones que Mazzanti despliega en la novela, permiten suponer que el autor, además de tener un talento de escritor indiscutible, era un conocedor del terreno y de la vida de las personas que se animaban a ese oficio:
“Las tierras auríferas comienzan más o menos en La Primavera —allí sólo existe un almacén de ramos generales y una escuela, camino de por medio— y se extienden hasta las orillas del Neuquén, en cuyo lecho se dice que hay una inmensa fortuna en oro acumulado por las aguas, pero que es imposible extraer; habría que desviar el curso del río, dificultad casi insuperable, pues éste corre encajonado en esa parte de su trayecto, y remover la capa de arena superficial y grandes cantos rodados hasta llegar a la profundidad donde el oro, debido a su alto peso específico, debe encontrarse en mayor proporción por metro cúbico. Los principales lavaderos, en los que han trabajado dos generaciones de mineros durante cincuenta años, empleando los métodos más primitivos que pueda imaginarse —la pala, el pico, la barreta y el plato de madera—, se encuentran situados en el larguísimo faldeo que desciende hacia el río Neuquén desde las alturas dominantes, poco más allá de La Primavera”
Una prosa compacta en la que no se encuentra el ornato propio de las producciones líricas de la época; un lenguaje literario que se acerca a un registro formal, profesional, cuando se trata de las intervenciones de un narrador omnisciente y también podríamos decir, omnipresente. Sin embargo, continuamente, en sus precisas descripciones, incluye palabras propias de la región, procedimiento que se acentúa cuando el narrador da la voz a los personajes. Los párrafos son extensos al igual que las oraciones que los forman. Las descripciones son fotográficas y la narración incluye, en el devenir de los hechos, todo el entorno en el que se va desarrollando:
“Se detuvo junto a su lecho y se apretó ambos senos hasta gemir casi de dolor. Hallábase en la más cruel disyuntiva de su vida; aunque muy bien podía esperar otra oportunidad, el más elemental razonamiento le decía que daba lo mismo que fuera ahora o dentro de dos meses. Y la noche estaba espléndidamente oscura y cálida; una maravillosa noche de enero, con sus diminutas y pálidas estrellas brillando apenas a través de una bruma precursora de tormenta en lo alto de la Cordillera del Viento. No movía las briznas de los pastos, en el patio, ni un soplo de aire, cosa terrible y conmovedoramente extraña; y había silencio en todo el pueblo, el inusitado silencio profundizado por unos árboles quietos, de ramajes inmóviles, de hojas apenas temblorosas, como si un gran manto de terciopelo negro hubiera caído sobre esa parte del mundo, hasta el extremo de poder escucharse, con la ventana abierta, el distante rumor de las aguas del Neuquén. Y durante un instante le pareció que aquel lejanísimo murmullo era el de las voces de millares de mujeres muertas y sepultadas en esa tierra dura y fría, jóvenes y viejas, todas repitiendo el sordo clamor de su desilusión por la falta de aclaración de los misterios después de la muerte y al cabo de una vida de privaciones y frustraciones sin nombre.” (Pág. 17)
Maravilloso fragmento de escritura exquisita. La naturaleza consustanciada con el personaje, en cuerpo y alma, en presente, pasado y futuro. La descripción, la caracterización y una profunda reflexión filosófica sobre la vida y la muerte de las personas que habitan en esas sacrificadas latitudes.
Abundan, en la novela, tramos narrativos trágicos que muchas veces dan lugar a la duda del lector sobre la valoración del argumento en función de la realidad de vida de la gente del lugar:
“El frío y la nieve recrudecieron; comenzaron a morir las ovejas, y el hambre y la muerte cundieron entre los mineros y los más pobres pobladores como no sucediera desde muchos años atrás. Murieron otros dos alumnos de la escuela, y un día amaneció enferma la hija del director. Desde ese momento cernióse sobre la escuela un clima de tragedia; a Lucía se le hinchaba la garganta y el director y su mujer amanecían con los ojos hundidos y enrojecidos, no se sabía si por el desvelo o las lágrimas. Habían terminado las clases, y el telégrafo no podía lanzar su pedido de auxilio porque las líneas estaban interrumpidas a causa de los temporales.
Una tarde, días después del comienzo de la enfermedad de Lucía, Juan estaba sentado en el galpón, fumando, y manteniendo el fuego encendido para combatir el frío, cuando entró el maestro.
—¿Cómo está la niña? —preguntó, levantando la cabeza del humoso hueco del fogón.
—Peor que ayer. Es terrible no poder hacer nada.
—Podría llegar el auxilio de Chos Malal.
—Es muy problemático; muchas veces los pueblos quedan aislados unos de otros y nadie se preocupa por eso.
—Allá hay médico y farmacia; se podría intentar. El maestro lo miró extrañado.
—¿Qué se podría intentar?
—Llegar a Chos Malal.
—No hay hombre que pueda hacerlo con este frío y estas nevadas.” (Pg. 33)
La novela es trágica porque los personajes mueren. Mueren por enfermedad, por accidente, por pobreza, pero más aún mueren de impotencia, por esa imposibilidad de accionar ante esa naturaleza de indescriptible hermosura pero cruel, insensible, brutal, que siempre termina imponiendo sus condiciones. Leí por primera vez esta novela en un archivo que me enviara mi amigo Isidro Belver, vecino de Las Ovejas. Me impresionó tanto el grado de tragedia de su argumento que le pregunté a mi amigo: ¿Es tan desgraciada la vida de esa gente por allá, como dice la novela? Y me respondió: No, es peor. No hace mucho, mientras un hombre colaba arena en el río, la esposa –que había ido a visitarlo, a estar un poco con él- lo acompañaba desde la orilla. En un momento cede el terreno y la mujer cae en medio del desmoronamiento, recibiendo graves lesiones. No hubo forma de conseguir una ambulancia que la llevara a un hospital. Terminamos llevándola en mi citroneta como pudimos –Dios mío, una citroneta, de esto no hace tanto tiempo, calculemos la edad del vehículo- pero la pobre finalmente murió.
Yo solía dar esta obra para su lectura en mis cátedras del Instituto de formación Docente en Neuquén Capital. Allí cursan muchos alumnos de todas las ciudades de la provincia, algunas bastante lejanas, y cuando hacíamos la puesta en común sobre la lectura, algunos referían que habían consultado con sus padres o abuelos, sobre las condiciones de vida que el autor describe principalmente para la gente más humilde. Todos coincidían en que era así tal cual, y por más que han cambiado los medios en cuanto a la comunicación, el trazado de rutas, el transporte, siempre están los puesteros, los crianceros, esos habitantes que ocupan una humilde vivienda solitaria que nos deja pensando ¿cómo vivirá allí esa gente? cuando pasamos cerca y la vemos desde la orilla del camino. Esto, casi un siglo después que Mazzanti escribiera esta narración.
Juan levantó rápidamente las mantas, y encontró su pie izquierdo perfectamente vendado; en el otro tenía puesto una media de lana. Bajó los ojos avergonzado.
—Veo que usté se tomó una gran molestia.
—Vamos Juan, después de su hazaña no quiero escucharle una sola palabra de agradecimiento. Además del hecho, hay en el ejemplo una lección infinita; usted nos ha redimido por una temporada de la ignominia del mundo.
—Pero todo es inútil si la niñita murió . . .
El maestro se sentó en el lecho, y colocándole una mano en el brazo, lo miró profundamente a los ojos.
—Usted debe perdonar al director, Juan —le dijo—. Es cosa terrible ver morir asfixiado a un hijo sin poder hacer nada; puede enloquecer a cualquiera. Pero aparte de eso, si el mensaje fue entregado, a estas horas debe estar preparándose alguna ayuda.
Se puso de pie y comenzó a pasearse junto al lecho.
—Ya estoy viendo los titulares de los diarios en Buenos Aires —continuó. Durante varios días centenares de miles de personas se condolerán de nosotros y después volveremos a caer en el olvido: “Terrible epidemia en un pueblecito de la cordillera». «Heróicos pobladores cercados por la nieve». ¿Qué le parece?. Pero como aquí no hay campo de aterrizaje no podrán mandar un avión. Quizás la gobernación envíe una camioneta con un médico cuando se abran los caminos. Pondrán a los niños un centenar de inyecciones, prescribirán una alimentación absolutamente imposible de cumplir, y se marcharán hasta la próxima tragedia. Claro que nadie tiene la culpa en particular, aunque sí la tienen todos en general.
Juan movió la cabeza tristemente:
—El médico de Chos Malal estaba borracho —dio.
—La verdad Juan, es que padecemos de una pavorosa borrachera. Guerras donde enloquecen cien millones de personas por conveniencias políticas y comerciales. Y una abominable ansiedad de poder y de dinero. Esa es la embriaguez del mundo, y mientras este vértigo no sea sustituido por una psiquis equilibrada que pueda originar una corriente de verdadera tolerancia y generosidad, las cosas no van a cambiar sustancialmente. Y sin embargo es preciso continuar viviendo y luchando con la esperanza de presenciar alguna vez la resurrección del hombre.(Pg. 42)
La literatura del período territoriano de la Provincia del Neuquén es así, testimonial. Los autores se inscriben en la ficción literaria, pero su prosa y su verso están al servicio de la denuncia. La gran mayoría son personas que llegaron a sus lugares por razones de trabajo. Se sintieron asombrados y conmovidos por la belleza del paisaje cordillerano, pero eso no les impidió ver las desigualdades y las tragedias que sucedían en ese entorno.
En este trabajo se han tomado dos autores que habitaron en la cordillera andina, en diferentes latitudes. No es sencillo encontrar textos literarios de este tipo; por lo general, lo que se edita corresponde más a reseñas históricas o geográficas o literatura biográfica. No obstante, estas obras son una referencia de escritores prestigiosos que no son nativos pero que amaron a Neuquén, que la adoptaron como su Tierra y trabajaron aquí sintiendo que hacían patria.
Hasta la próxima …
Sara Eliana